jueves, 14 de febrero de 2013

Sin sombras en la Ciudad de la Luz

Uno oye lo de la Ciudad de la Luz y le suena grande. La Ville Lumière, la ciudad que alumbra, la que marca el rumbo, el faro de Europa, el punto de referencia, la guía. Tiene fuerza, es bonito, llamativo, impactante. A París le sienta bien y atesora sobradas razones para defender la denominación con la cabeza bien alta. Le imprime una connotación cosmopolita que se merece, un aire majestuoso, un tono de importancia que nos lleva inmediata e inconscientemente al esplendor, a “la grandeur”. Sin duda, un sobrenombre atinado. 
No sé realmente a qué ni a quién se debe. Tampoco parece que nadie lo sepa a ciencia cierta. Pero, no cabe duda alguna, es una afinada operación de marketing que da mucho juego a la ciudad. 
Y ya está. Conviene dejarlo ahí, no hay por qué darle más vueltas. Suena bien y punto. Si ahondamos un poco en la historia cabe la posibilidad de que, sin querer, matemos la poesía. No tenemos por qué saber ni queremos suponer que una denominación tan glamourosa responda a orígenes terrenos. Ni creernos que haya que pensar,como se dice, que París era en su momento una ciudad oscura, complicada, con cierto peligro para los viandantes, y que fue por ello por lo que el rey obligó a los parisinos a dejar alguna candela en las ventanas o a mantener un fuego frente a las casas, a fin de dar un poco de luminosidad a la vía pública. Ni será verdad ni nos interesa esa banalidad. Ni tampoco queremos averiguar si ciertamente la Place de la Concorde fue uno de los primeros lugares urbanos iluminados con luz eléctrica, porque no va a ningún sitio.
Nos basta saber que París es la Ciudad de la Luz, del encanto, de la bohème, la capital de la que irradia la moda, de donde arranca el glamour, la que atesora la cultura, la que crea la vanguardia y donde se incuba el savoire faire. Lo demás son zarandajas.

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